Jeremías Alcázar había dedicado las últimas horas de su aburrida vida a airear a los cuatro vientos que había visto con sus propios ojos a Cristina Nieto en el pueblo antes de su asesinato. Por ello, no fue de extrañar que aquella noche, después de la merienda en casa de Teresa, alguien, posiblemente el asesino, lo siguiera y lo golpeara violentamente con una piedra en la cabeza, dejándolo tirado inconsciente en medio de un charco de sangre. Unos vecinos que pasaban cerca se percataron de que el anciano había sido atacado y de inmediato llamaron a la ambulancia, que no tardó en llegar para trasladarlo al hospital más próximo.
John y Carlos, tras haber sido informados del nuevo intento de asesinato perpetrado en su tranquilo puebo, no tardaron en personarse en la clínica, donde los médicos les dijeron que, aunque el golpe había sido fuerte, no había motivos para preocuparse por la vida del anciano. Como Jeremías aún se encontraba inconsciente y, evidentemente, no podía ser interrogado, John decidió despachar a Carlos y volver a su casa donde Olga lo esperaba con la cena sobre la mesa.
—Ha sido una imprudencia por parte de Jeremías el haber ido contando a todo el mundo lo que sabía. Precisamente por ese tipo de indiscreciones suceden este tipo de cosas. Estoy completamente seguro de que ese ataque está muy relacionado con el asesinato de Cristina Nieto. ¡Cuánto lamento no haber concedido más crédito a sus palabras y haber creído que lo que contaba era cierto y no producto de su imaginación!
—¿John, de verdad crees que el asesino de Cristina Nieto es la misma persona que ha atacado a Jeremías? —preguntó Olga con cierta preocupación dibujada en el rostro, al mismo tiempo que recogía los restos de la cena.
John asintió con la cabeza. Era la única explicación posible. El asesino se había visto amenazado por Jeremías. No había duda de que el anciano sabía algo. ¿Pero hasta qué punto conocía Jeremías la verdad?
—Nuestro asesino no puede permitirse el lujo de dejar las cosas al azar. Es posible que Jeremías no supiera más que lo que había dicho pero ¿y si el hombre continuaba atando cabos? ¿Y si había visto u oído algo que le desvelara la identidad del asesino? No hay que olvidar que Jeremías vive justo en frente del lugar en que se cometió el crimen. Él fue quien habló de la presencia del misterioso coche en que supuestamente Cristina fue apuñalada. Y, aunque jura y perjura que se quedó dormido justo en el momento en que se produjo el asesinato, también es probable que se equivocara y hubiera visto algo sin ser consciente de su importancia hasta el momento. Por ese motivo el asesino no podía arriesgarse a ser descubierto y lo atacó salvajemente con la única intención de causarle la muerte. Afortunadamente, la jugada no le salió bien esta vez. Solo deseo que Jeremías despierte lo antes posible y que haya visto el rostro del culpable.
Olga suspiró con pesar, apesadumbrada por la oleada de tan viles actos en un pueblo tan apacible como el suyo, un pueblo en el que jamás había sucedido nada tan extraordinario y, desde luego, fuera de lo común.
Al día siguiente, John y Carlos comenzaron a trabajar cuando aún no había salido el sol. Tras llamar al hospital para preguntar por el estado de Jeremías, que había pasado la noche muy bien y ya había reaccionado, citaron a Mario González, que no tardó ni diez minutos en llegar a la jefatura de policía.
—Esta situación me tiene completamente desbordado —se quejó el alcalde que, obviamente, carecía de la experiencia necesaria para afrontar acontecimientos de tal calibre—. Esos buitres de los periodistas están por todos lados, con sus cámaras y micrófonos tratando de sacar toda la información posible para obtener un titular. Ni siquiera se preocupan de las víctimas.
John y Carlos intercambiaron una mirada de desaprobación. ¡Ni que a Mario realmente le importara la muerte de Cristina Nieto o el intento de asesinato de Jeremías!
—Mario —intervino Carlos dotando sus palabras de una seriedad que perturbó la calma del alcalde—, te hemos citado porque necesitamos que nos aclares algo muy importante.
El rostro de Mario se ensombreció de inmediato. Trató de balbucir unas palabras, pero solo fue capaz de emitir unos leves tartamudeos totalmente ininteligibles. Fue John quien, con toda parsimonia, formuló la pregunta.
—¿Cuál era tu relación con la familia de Cristina Nieto?
Mario pareció no entender la pregunta.Con lentitud respondió. No, no tenía ninguna relación con la familia de Cristina. No entendía por qué le estaba haciendo tal pregunta. Él solo conocía de esa familia lo que había salido por televisión cuando Cristina fue encarcelada. Nada más. Podía jurarlo allí mismo si fuera necesario. Desde luego que jamás había ido al geriátrico a visitar a Adelaida Martínez. ¡Si ni siquiera la conocía! Aquello era una auténtica incoherencia.
—¿Y cómo puedes justificar que la directora del centro dijera que un tal Mario González había visitado a Adelaida tras el asesinato de Cristina?
Mario estaba sin palabras. No podía decir nada más. Insistió una vez más en que debía de haber un error. Tal vez se trataba de otro Mario González, dijo. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que aquella razón era totalmente inverosímil pues sería demasiada casualidad que dos personas con el mismo nombre estuvieran de alguna forma relacionadas con el crimen del andén dos. Carlos quiso prolongar el interrogatorio pero John alzó una mano indicando que, por el momento, lo más conveniente sería dejar que Mario se marchara. El alcalde abandonó el lugar, no sin antes volver a insistir en que él jamás había visitado a Adelaida Martínez.
—Miente—aseguró Carlos, que no había creído ni una sola palabra de Mario—. Son demasiadas casualidades, John. No debiste haberle dejado marchar hasta obtener una confesión. Además, Mario González estuvo en casa de Teresa la misma tarde en la que Cristina estuvo allí. Todo eso, según la confesión de Clara.
—Tienes razón, Carlos. Mario estuvo en aquella casa la noche del crimen. Por tanto, me pregunto una cosa. ¿No es posible que las voces que Clara escuchó fueran las de Cristina y Mario discutiendo y no las de Cristina y Alberto?
—Eso es algo que también he planteado pero me parece un poco absurdo. ¿Por qué iba a ir Mario a casa de Teresa para discutir con Cristina? Podría haberlo hecho en cualquier otro lugar, sin testigos. Alberto y Leonor debían de estar allí. ¡Si supiéramos cuál era el motivo de tal discusión!
John estuvo de acuerdo con su subordinado. Pero había llegado el momento de pasar a la acción y salir de aquel despacho donde apenas podían ver la verdad. John informó a Carlos cuál sería la hoja de ruta para aquel día: irían a la ciudad, hablarían con Mateo García, compañero de trabajo y amigo de Adolfo Hernández; después se dirigirían al hospital para interrogar a Jeremías, con la esperanza de que el hombre hubiera visto el rostro del asesino; finalmente, volverían al pueblo para hablar con Alberto. Tenían que aclarar cuanto antes quién discutió con Cristina y, sobre todo, por qué.
Localizaron a Mateo a la salida del trabajo. Se trataba de un hombre alto, de aspecto poco inteligente y con una forma un tanto peculiar de expresarse que, sin embargo, se mostró bastante colaborativo con la policía y respondió todas y cada una de sus preguntas.
—Claro que sí, Adolfo y yo éramos grandes amigos. Un buen tipo que vino a España huyendo de la miseria de su país. No sé si lo sabrán pero allí dejó a su mujer y a tres hijos. Su único objetivo aquí era ahorrar el dinero suficiente para volver a Cuba y montar un negocio.
—¿Qué relación tenía con Cristina Nieto? Por lo que hemos descubierto había entre ellos una historia de amor —agregó John.
Mateo esbozó una sonrisa que Carlos interpretó de irónica y John de macabra. En cualquier caso, a ninguno de los dos policías le transmitió nada bueno.
—Esa relación fue una farsa desde el primer momento. Aunque el reglamento en prisión prohíbe que se establezca cualquier tipo de relación entre los presos y los empleados, Adolfo y Cristina iniciaron esa farsa. Una farsa por parte de él, claro está. Ella se enamoró hasta las trancas pese a la diferencia de edad. Se llevaban quince años. Él le siguió el juego pues, al principio, le pareció algo divertido. Fue cuando Cristina recibió la noticia de que sería puesta en libertad cuando la situación se complicó para Adolfo. Ya para entonces tenía pensado volver a Cuba. Los sueldos en España no eran tan maravillosos como él creyó y apenas había ahorrado el dinero que necesitaba para emprender un negocio en su país. Además, echaba mucho de menos a su mujer y a sus hijos. Por ello decidió abandonar el trabajo y volver a su país natal. Como era de esperar, aquella noticia no fue del agrado de Cristina. Jamás había visto a una mujer tan enamorada de un hombre. Habría dado la vida por impedir que se marchara. Está de más decir que Cristina no conocía la existencia de la familia de Adolfo. Por eso digo que aquella relación fue una farsa de principio a fin. Incluso podría jurar que, ni con el paso del tiempo, Cristina llegó a descubrirlo.
—¿Y qué pasó después? —inquirió John—. Por lo que hemos averiguado, Adolfo regresó a Cuba hace unos meses
—Pues, como bien acaba de decir, inspector, Adolfo regresó a Cuba sin hacer el más mínimo caso a las súplicas de Cristina. La obsesión de Cristina por Adolfo había llegado a tal extremo que mi amigo decidió contarle toda la verdad. Pero fue entonces cuando Cristina le propuso algo que cambió en un momento el curso de sus planes.
—¿De qué propuesta está hablando?
El interés de Carlos era, en ese momento, absoluto. Estaba ansioso por descubrir cómo había acabado aquella falsa historia de amor entre Cristina y Adolfo.
—Cristina le propuso darle el dinero que necesitaba para montar su negocio en Cuba—prosiguió Mateo—. Ella saldría muy pronto de la cárcel, conseguiría aquel dinero y entonces se marcharía a Cuba donde serían felices el resto de sus días. A Adolfo aquel plan le pareció extraordinario. Era la única forma de volver a su país y ofrecerle a su familia todo cuanto necesitaba. Solo de esa forma vería recompensado el sacrificio de dejar a los suyos durante tanto tiempo y emigrar a un país extranjero. Tuvo la sangre fría de aceptar y de continuar ocultándole a Cristina su historia. Conseguiría el dinero, montaría su negocio y entonces la abandonaría. Sería una decepción tremenda para Cristina pero él tenía que pensar en su felicidad y en el futuro de sus hijos. Así que decidió continuar con su plan. Se marchó a Cuba, regresó con su familia y desde allí alimentó durante meses el falso amor hacia Cristina que, ya en sus últimos días en prisión, solo vivía pensando en el momento en que reharía su vida junto al amor de su vida. Durante meses se mandaron cartas de amor y, cuando Cristina abandonó la cárcel, cumplió con su palabra y le mandó a Adolfo el dinero que le había prometido. Su inesperado asesinato puso fin al sueño de Cristina de comenzar una nueva vida en Cuba. Tal vez fuese mejor así pues, de esta manera, le evitó a Adolfo el duro trance de hacerle ver la amarga realidad.
—¿Le dijo alguna vez su amigo de dónde pretendía obtener Cristina tanto dinero? Su familia había quedado arruinada, con lo que esos cien mil euros debieron de haber salido de algún sitio.
Pero no, ni Adolfo ni él tenían la más remota de idea de cuál era la procedencia de aquel dinero. En ese sentido Cristina siempre se había mostrado muy reservada y jamás dio ninguna explicación al respecto.
Antes de finalizar la entrevista, Mateo añadió una última cosa.
—Si por algún momento se les ha pasado por la cabeza la idea de que mi amigo tuvo algo que ver con el asesinato de Cristina se equivocan. Adolfo no ha regresado a España desde que se marchó.
—Es posible que tenga usted razón —respondió John con cautela—.Pero eso es algo que debemos comprobar por nosotros mismos. Muchas gracias por su colaboración.
Tras despedir a Mateo, John y Carlos condujeron rumbo al pueblo para visitar a Jeremías en la clínica. Pero, al llegar al pueblo, se encontraron con un revuelo que, por desgracia, se estaba convirtiendo en lo más habitual por aquellos alrededores. En esta ocasión, un gentío considerable se arremolinaba en torno a la casa de Teresa Aguilar. John le ordenó a Carlos que detuviera el coche y este así lo hizo. Se apearon del vehículo y lograron abrirse paso entre la muchedumbre, que entre cuchicheos comentaba lo ocurrido. Cuando llegaron frente a la puerta principal vieron a una muda Teresa Aguilar, a una histérica Leonor y a una tía Clara que trataba de mantener la compostura. Cuando Leonor vio a John se acercó entre sollozos a él. Lo abrazó y luego le dijo:
—¡Se ha suicidado! Alberto se ha suicidado. Se ha ido para siempre.
La tía Clara se acercó por detrás y abrazó a su cuñada para consolarla. Luego, entregó una carta a John. Se trataba de la carta que Alberto había escrito antes de poner fin a su vida y en la que confesaba el asesinato de Cristina Nieto.
C. Gumedi