Desde hacía varios años, Leonor invitaba cada viernes a sus amigos más íntimos a merendar en su casa. Mientras que ella preparaba un café, cuyo aroma siempre podía olerse desde antes de llegar a casa, sus invitados nunca aparecían sin llevar unos pasteles o algún postre casero. Tal era el caso de Olga que, una vez más, había sorprendido a todos con su buena mano con la repostería.
─Esta tarta de queso está realmente exquisita ─alabó Leonor al mismo tiempo que se llevaba a la boca el último trozo de tarta y se limpiaba con una servilleta de tela la comisura de los labios.
La reunión la conformaban además Teresa, la tía Clara, Alberto, Mario y Jeremías que, para asombro de los asistentes a aquella merienda, se encontraba meditabundo. Aquel detalle no pasó desapercibido para la tía Clara que, sorprendentemente, aquel día estaba más despierta de lo habitual. Desde que supo que aquella tarde tendrían visita, se sometió al terrible esfuerzo de no tomar sus sedantes para estar despierta y hablar, en privado por supuesto, con John Mackenzie. Sin embargo, su decepción fue mayúscula cuando vio a Olga llegar sin más compañía que la tarta de queso que había preparado.
─Solo deseo una cosa. Que John consiga aclarar de una vez por todas el crimen del andén dos. Este macabro acontecimiento no le hace ningún bien a nuestro pueblo. Mirad qué mala publicidad.
Mario dejó caer sobre la mesa un periódico en el que, en un amplio reportaje, se hablaba del crimen más famoso de toda la región. Teresa Aguilar sintió un escalofrío al ver una fotografía de la víctima.
─Esta fotografía es de la época en que Cristina Nieto fue juzgada y condenada ─apuntó Leonor sosteniendo el periódico.
─Pobre mujer ─añadió Olga, quien había tomado el periódico que Leonor le tendía─, no merecía tener un final así. Es espantoso. Y lo peor de todo es que no ha habido nadie que llorarse su muerte.
─Sí, es una situación realmente desagradable ─indicó Alberto que, en esos momentos, tomaba el relevo del periódico y lo ojeaba.
─Yo quisiera saber por qué estaba buscando a Teresa ─exclamó Mario.
El periódico se había detenido en las manos de Jeremías que, pese a sus problemas de visión, se esforzaba en leer el texto que aparecía bajo la fotografía.
─No era la primera vez que venía al pueblo. Puedo jurar que ha estado por aquí al menos en dos ocasiones más.
Cinco pares de ojos se volvieron al instante al lugar que ocupaba Jeremías. El anciano parecía no haberse dado cuenta del efecto que habían causado sus palabras y continuó con la ardua tarea de leer aquel reportaje.
─¿Qué quiere usted decir con eso? ─preguntó la tía Clara hablando por primera vez en toda la tarde.
Jeremías cerró el periódico, lo dobló con mucho cuidado y lo dejó sobre la mesa. Se cruzó de brazos y esbozó una tímida sonrisa.
─Pues que yo vi a esa mujer salir de la estación hace dos semanas. Y luego una vez más hace unos cuatro o cinco días.
─¡Pero eso que está diciendo es un auténtico disparate! ─exclamó Alberto─. ¿Cómo puede estar tan seguro de lo que está diciendo?
─Porque me paso horas frente a esa estación. Podría jurar ahora mismo que la noche en que fue asesinada no era la primera vez que esa mujer pisó nuestro pueblo.
Jeremías estaba tan seguro de lo que decía que cualquier intento de contradecirlo o hacerlo cambiar de opinión era absurdo.
─¿Y por qué no ha dicho esto hasta ahora? ─preguntó Olga─. John tiene que saberlo cuanto antes.
─Hasta ahora no había visto ninguna fotografía de Cristina ─dijo con tono quejumbroso el anciano.
─Esto es algo totalmente increíble ─comentó Leonor─. Estoy de acuerdo con Olga en que debemos poner al corriente a John de esto. Tal vez tenga alguna importancia.
─¡Pamplinas! Esto no son más que alucinaciones. Jeremías, no se lo tome a mal pero es muy posible que esté equivocado y esté confundiendo a la víctima con otra persona. Además, este pueblo no está acostumbrado a recibir forasteros. Si, como usted dice, Cristina Nieto ya había venido al pueblo, alguien la hubiera visto y se hubiera comentado. Ya sabe lo chismosa que es la gente por estos alrededores y lo mucho que destaca en este pueblo un desconocido.
─Mario tiene razón ─agregó Teresa, para quien la versión aportada por Jeremías era una auténtica incoherencia.
Sin embargo, el anciano, muy ofendido, siguió en sus trece jurando una y otra vez que estaba completamente seguro de que Cristina Nieto había visitado el pueblo en varias ocasiones.
El resto de la velada transcurrió sin más sobresaltos y, al cabo de una hora, la reunión se dio por terminada y todos se marcharon.
Sin embargo, las palabras pronunciadas por Jeremías habían dejado muy intranquila a Olga que, en lugar de volverse directamente a su casa, encaminó sus pasos a la jefatura de policía. Tenía que hablar cuanto antes con John y ponerle al corriente de aquello. Jeremías podría ser un viejo torpe e imaginativo pero jamás jugaría con algo tan serio como un asesinato y mucho menos declararía algo tan serio sin estar completamente seguro. Ya había anochecido cuando llegó a la jefatura de policía y, para su fastidio, ni Carlos ni John habían vuelto aún de la ciudad. Sacó su teléfono móvil y marcó el número de su marido y, tras esperar varios segundos colgó al no obtener respuesta. Se sentó un rato a esperar y se impacientó cuando, tras media hora de espera, John no había llegado. Ni siquiera le había respondido el teléfono las siguientes veces que marcó su número. Comenzó a preocuparse de que le hubiera ocurrido algo. Cuando ya había decidido marcharse, un coche aparcó delante de la jefatura. Respiró aliviada cuando vio apearse de él a John. Al parecer, Carlos lo había recogido en la ciudad y habían venido juntos. Muy excitada, Olga se puso en pie. John se extrañó de ver allí a su mujer y, por unos segundos, se preocupó de que hubiera sucedido algo.
─John, tengo algo muy importante que contarte. Tal vez sea una pista.
Con mucha tranquilidad, Olga les explicó pormenorizadamente los detalles de aquella conversación y las palabras literales pronunciadas por Jeremías. Al igual que Mario, ni John ni Carlos concedieron mucha importancia a las palabras de Jeremías.
─Todos sabemos cómo es Jeremías. Es muy posible que esté confundiendo a Cristina con alguna forastera.
─Os equivocáis ─dijo una voz desde la entrada de la jefatura. Se trataba de la tía Clara que, por fin, había hecho acopio de valor y se había decidido a contarle a John todo cuanto sabía.
Carlos, John y Olga dirigieron su mirada a la mujer que, con su pelo enmarañado y la palidez extrema en su rostro, parecía una demente recién escapada de un psiquiátrico.
─Cristina Nieto estuvo en el pueblo en varias ocasiones. Y puedo jurar ahora mismo que, antes de morir, estuvo en mi casa.
C. Gumedi