En lugar de viajar en su propio coche, John Mackenzie había preferido subirse en el andén dos al tren de las 9:16 que lo dejaría en la estación de la ciudad. El día anterior, tras la visita a Teresa en su casa, había decidido tomarse el resto de la tarde libre y delegar sus responsabilidades en Carlos quien había continuado con sus pesquisas. Aquel, sin duda, era un gesto que había agradecido Olga pues, tras varios días, había logrado pasar unas horas en compañía de su esposo.
En lugar de relajarse en el viaje, John se puso a repasar mentalmente todo aquel caso que, por el momento, no tenía visos de resolverse a corto plazo. Lo único que tenían hasta el momento era el testimonio de Jeremías y el nombre de Fernando Iglesias que, afortunadamente, había aceptado recibirlo en su casa a las doce del mediodía.
De momento, pensó para sí mismo John al mismo tiempo que el tren se introducía en el extrarradio de la ciudad, la única pista valiosa con que contaba era el vínculo entre la víctima y Teresa Aguilar. Era demasiada casualidad que Cristina hubiera ido hasta el pueblo y que conociera el nombre y dirección de Teresa. Y aún más sorprendente era el hecho de que precisamente Teresa trabajara en el mismo bufete del abogado que había tratado de resarcir a Cristina de la cárcel. Para colmo, Teresa conocía personalmente a Fernando Iglesias. Demasiada coincidencia, pensó John. Pero, lo que más le inquietaba, era saber dónde encajaba exactamente Teresa Aguilar en aquel rompecabezas. Aunque aquello era algo que se había guardado para sí mismo, John estaba seguro de que Teresa y el pasado delictivo de Cristina estaban íntimamente relacionados. Pero, ¿de qué manera?
Tras apearse del tren, John tomó un taxi que lo llevó directamente a la casa en que vivía Fernando, una casa ubicada en uno de los barrios residenciales más acomodados de la ciudad. Como llegó con antelación, buscó una cafetería y pidió un café solo. Mientras saboreaba aquel café que le supo a rayos, hizo un par de llamadas: una a su esposa, para decirle que había llegado bien y asegurarle que estaría de vuelta en casa para merendar y la otra a Carlos, que también viajaría ese día a la ciudad. Había conseguido una orden para registrar el piso en que Cristina vivía.
A las doce menos cuatro minutos, John pagó su consumición, abandonó la cafetería y encaminó sus pasos a la casa de Fernando, una casa de dos plantas, de aspecto cuidado y con flores y macetas flanqueando la entrada. Tocó el timbre y, tras aguardar varios segundos, un hombre de aspecto cansado pero aún atractivo a pesar de los años le abrió la puerta. Tras hacer las presentaciones pertinentes, Fernando lo hizo pasar al interior de un cálido salón que olía a lejía. Posiblemente, Fernando tuviera una asistenta que mantenía aquella enorme casa en la que vivía en solitario. A fin de cuentas, con la holgada pensión que recibía podía permitirse ese y otros muchos lujos.
─Muy triste la noticia de la muerte de Cristina ─comenzó a decir Fernando mirando un periódico que descansaba sobre una mesa en el que aparecía una foto de Cristina y un texto hablando de su asesinato.
─¿Conocía bien a Cristina, verdad?
─Bastante bien. No solo fui su abogado en aquel penoso asunto sino que, durante muchos años, su padre y yo fuimos grandes amigos.
John enarcó las cejas sorprendido al conocer aquel dato. Tal vez careciera de total interés pero, aun así, era algo que creía que merecía la pena recordar.
─Hice todo lo que estuvo en mi mano para librarle de la cárcel. Pero estaba metida en aquel problema hasta el cuello. Lo único por lo que pude luchar era por conseguir una rebaja en la condena ─dijo con cierta amargura Fernando pues, con toda probabilidad, recordar aquel caso que perdió no debía de ser muy agradable─. La culpa de todo la tuvo su marido, Daniel Camacho. Fue él quien la convenció y arrastró a aquel caos que arruinó su vida. Nunca supo elegir bien a los hombres.
John carraspeó y cambió de posición. No estaba de acuerdo con aquellas palabras. Cristina Nieto era responsable de sus propias acciones. De nada servía buscar culpables. Sin embargo, por cortesía, John decidió guardarse para sí su opinión y continuó el interrogatorio.
─¿Cómo era Cristina Nieto?
─Era un ser humano excepcional. Generosa, alegre, de buen corazón. Amaba a sus padres por encima de todas las cosas. Jamás se repuso del fallecimiento de su padre. Era su adoración.
─¿Cuánto tiempo estuvo casada con Daniel Camacho?
─No recuerdo exactamente. Diría que unos diez años. Como ya sabrá, él murió en la cárcel.
John asintió.
─¿Tuvieron hijos?
─No. No tuvieron descendencia. Él nunca quiso.
─Si tan amigo era de la víctima, supongo que la visitaría en la cárcel.
─No tanto como hubiera querido, pero he de admitir que iba a visitarla un par de veces al año.
─¿La vio cuando salió de prisión?
─No.
─¿Sabría decirme si Cristina conocía a Teresa Aguilar?
John aguardó impaciente la respuesta a aquella pregunta. Por unos segundos, Fernando guardó silencio. No, que él supiera Cristina no conocía a Teresa. Teresa, además, comenzó a trabajar en el bufete muchos años después de que Cristina fuera condenada por lo que las posibilidades de que se conocieran eran totalmente remotas. No, no tenía ni idea de qué conocía Cristina el nombre y dirección de Teresa. Aquello era algo que realmente lo desconcertaba, admitió Fernando. John miró el reloj y vio que aquella entrevista debía llegar a su fin. Tras agradecerle a Fernando el haberle dedicado unos minutos, se levantó de su asiento y fue acompañado por el abogado a la puerta. Justo en el momento en que se iban a despedir, Fernando llamó la atención del policía.
─¿Sabe? Creo que debe hacer una última visita antes de abandonar la ciudad.
John frunció el ceño. Fernando se dirigió a una mesita que había en la entrada de donde cogió un bolígrafo y un papel. Escribió algo en el papel y se lo tendió a John.
─Es la residencia de ancianos donde se aloja Adelaida Martínez, la madre de Cristina. Como ya le he dicho, me unía una amistad con los padres de Cristina. No sé si lo sabrá pero la señora padece alzheimer desde hace varios años. La visito con regularidad y últimamente ha dicho cosas muy inquietantes.
─¿Qué tipo de cosas? ─preguntó intrigado John.
─Eso es algo que debe averiguar por su cuenta. Yo ya le he ayudado en lo que he podido. Y ahora, si me lo permite, tengo cosas que hacer.
C. Gumedi