La tía Clara vivía sus días sumida en una honda depresión. Desde que la abandonara su marido por una mujer mucho más joven que ella hacía tres años, parecía no haber levantado cabeza y, por ello, pasaba las horas en un estado de seminconsciencia provocado por los ansiolíticos y somníferos que tomaba como si estos ya fueran parte de su dieta habitual. Por ello, no fue hasta el día siguiente, cuando John y Carlos se presentaron en la casa en que vivía con su hermano, cuando se enteró del macabro acontecimiento que había tenido lugar la noche anterior a tan solo unos metros de su casa.
─¡Todo eso que me cuentas es tan terrible, John! Naturalmente no tenía la más mínima idea de lo ocurrido. No me encontraba muy bien anoche y decidí acostarme poco después de las siete de la tarde. Tomé unos tranquilizantes pero debí equivocarme con la dosis y no me sentó demasiado bien ─se apresuró a justificarse Clara. Su aspecto, tal y como constató el propio John, dejaba mucho que desear: ojeras, ojos inyectados en sangre, pelo alborotado y con signos más que evidentes de necesitar un buen tinte. En fin, pensó John, era una auténtica pena la vida tan desagradable que aquella mujer, a la que tan bien conocía, se había visto obligada a llevar. Pero no había ido hasta la casa de Teresa para juzgar el estado de Clara ni compadecerse de ella sino para tratar de averiguar algo más en relación al crimen del andén dos.
─¿Podría hablar con tu sobrina, Clara? ─preguntó John recorriendo con la mirada el resto de la estancia.
─Mi hija está con su padre en el garaje. Ya sabes cómo es mi marido y lo mucho que le gusta tener limpio su coche ─dijo Leonor, madre de Teresa, al mismo tiempo que saludaba a John con dos besos en la mejilla.
─Pobrecita mi hija. Aún no se ha recuperado de la impresión. Su padre y yo casi tuvimos que obligarla a que no fuera a trabajar. La muy cabezota pretendía coger ese tren como todos los días y presentarse en el bufete. Afortunadamente, logramos convencerla. Lo que sí vamos a hacer inmediatamente es comprarle un coche. No creo que mi pobre Teresa pueda volver a subirse a ningún tren en mucho tiempo.
─Entiendo ─dijo John muy cortésmente ante la imprevista verborrea de Leonor.
─¿Saben ya quién lo hizo? ─quiso saber Leonor abriendo los ojos con mucho énfasis─. Confío en que den pronto con el culpable. Me aterra la sola idea de pensar que por los alrededores hay suelto un maníaco asesino.
─No tiene nada por lo que temer, Leonor─ la tranquiló Carlos.
Justo en ese momento, apareció Teresa. Saludó a los recién llegados y se sentó junto a su tía que, aunque estaba presente en la reunión, parecía estar en otro mundo. Posiblemente se acabara de tomar otro somnífero y su efecto comenzaba a sentirse.
─Teresa, ¿podrías respondernos a una pregunta? ─comenzó con mucho tacto John.
Teresa dedicó una mirada desafiante y hostil al policía.
─¿Acaso no llevo desde anoche respondiendo preguntas? ¿Cuándo van a dejar de incordiarme? Ya les he dicho todo lo que sé. Ahora déjenme continuar con mi vida y olvidar esta tragedia.
─Lo haremos tan pronto como puedas respondernos ─intervino Carlos─. Entiende que, cuanto más colabores, más pronto podremos dar con el asesino y zanjar este asunto.
─Yo no conocía a esa mujer ─exclamó poniéndose en pie Teresa.
Leonor se colocó junto a su hija, la besó en la mejilla y le pasó la mano por la espalda para tranquilizarla.
─Venga, tesoro, será mejor que colabores con la policía. Ellos solo quieren ayudar.
Al parecer, las palabras de Leonor lograron calmar a Teresa que, a partir de ese momento, se mostró mucho más colaboradora.
─Teresa, ¿te dice algo el nombre de Fernando Iglesias?
Teresa frunció el ceño. Claro que sí. Conocía a aquel nombre. Era un abogado muy respetable que trabajaba en Grupo Alarcón. Había trabajado toda su vida en la sucursal que el bufete tenía en Bilbao. Pidió un traslado unos años antes de jubilarse y fue entonces cuando Teresa lo conoció. En realidad habían coincidido solo unos meses, pues Fernando se jubiló poco después de comenzar ella a trabajar en la compañía.
─¿Sabías que Fernando perdió un juicio en el que defendía a Cristina Nieto?
Aquello pilló por sorpresa a todos los allí reunidos, incluida la tía Clara, que parecía haber vuelto a la vida con aquella información.
─No, no sabía nada ─reconoció Teresa.
Carlos les explicó muy sucintamente quién era Cristina Nieto y Leonor y Clara admitieron conocer aquel caso. Pero poco más sabían acerca de Cristina y de la relación de Fernando con esta.
Viendo que poco más podían hacer en aquella casa, John y Carlos se despidieron y se marcharon. Teresa volvió al garaje con su padre, Leonor comenzó la lectura de un nuevo libro que se había comprado el fin de semana anterior en la ciudad y Clara se marchó para su habitación. Una vez a solas, se dirigió a la cómoda donde descansaba un vaso de cristal. Vertió agua en el vaso y tomó un somnífero. Miró el reloj. Marcaba las once y cuarto de la mañana. Aun podría dormir un par de horas antes del almuerzo. Cuando se tomó la pastilla, se sobresaltó. ¿Acaso no se había tomado ya un somnífero antes de la visita de la policía? Podría jurar que sí pero no estaba segura a ciencia cierta. Nuevamente aquel temor la invadió. Una vez más no podía discernir lo que había hecho anteriormente. ¿Se había tomado el somnífero o era solo producto de su imaginación? Angustiada, se fue para la cama y se cobijó entre las sábanas. Iba ganándole el sueño cuando, de repente, un pensamiento hizo que se sobresaltara. Se incorporó. Estaba sudando y comenzaba a jadear. ¿Sería posible que aquello fuera cierto? ¿O nuevamente era su mente la que le jugaba una mala pasada y le hacía imaginar cosas que, en realidad, no habían sucedido? Fuera como fuere, aquello tenía que ponerlo en conocimiento de John Mackenzie. Si lo que recordaba era cierto, podría estar en posesión de una valiosísima pista para esclarecer por qué Cristina Nieto había ido hasta aquel pueblo y, sobre todo, por qué conocía la identidad de su sobrina y la dirección en que vivía.
C. Gumedi