Capítulo III: El primer testigo

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Jeremías Alcázar vivía en una diminuta casita de planta baja frente a la estación de trenes. Pasaba sus días sentado en una mecedora frente al ventanal del salón, observando todo cuando acontecía en el exterior. Como él mismo solía decir, era un hombre de rutinas y, por ello, su vida se regía por unas férreas costumbres que siempre seguía a rajatabla. Nunca se levantaba más tarde de las siete de la mañana. Únicamente desayunaba un café solo mientras veía las noticias. Salía a diario, al mismo tiempo que el reloj del ayuntamiento marcaba las nueve, daba un paseo por el pueblo, conversaba con otros ancianos tan aburridos y solitarios como él, compraba el periódico en el quiosco de la estación y se sentaba en el banco del andén dos durante horas para leer las noticias y ver pasar de un lado y de otro los trenes. A aquella altura de su vida, ese era todo el placer que aquel pobre anciano, viudo desde hacía casi dos décadas y sin más parientes que él mismo, podía encontrar. Luego regresaba a su casa donde pasaba el día medio adormilado en su butaca observando, entre sueño y sueño, el ir y venir de la gente con el único ruido de fondo de los trenes alejarse por las vías.

Tras su irrupción en el despacho de Mario, el anciano, que parecía gozar de buena salud, se sentó torpemente en una silla junto a Teresa. John Mackenzie tardó varios segundos en reaccionar ante la magnitud de las palabras del hombre.

─Les digo─ volvió a repetir Jeremías ante el silencio que sus palabras habían provocado─ que esta noche, sobre las diez menos cinco, vi un coche aparcado frente a la estación.

¿Serían ciertas aquellas palabras? ¿O sería únicamente un delirio más de un anciano ocioso e imaginativo que había visto en aquel inesperado crimen la emoción de la que carecían sus monótonos días?

─¿Está usted seguro de lo que está diciendo? ─inquirió con cautela John. Él mejor que nadie sabía lo susceptibles que podían llegar a ser las personas mayores, así que eligió con sumo cuidado sus palabras.

Jeremías fulminó con la mirada al inspector y emitió un gruñido a modo de afirmación.

─Tan seguro como que me llamo Jeremías. Poco antes de las diez de la noche vi cómo ese coche se detuvo frente a la estación. Lo sé porque era justo el momento en que comenzaba la previsión meteorológica. Mañana descenderán las temperaturas y habrá riesgo de chubascos a primera hora del día ─añadió Jeremías─. Luego, el conductor apagó las luces y se quedó en el coche. No salió de allí en ningún  momento.

─¿Pudo ver la cara de ese hombre?

Jeremías estalló en una sonora carcajada que provocó el nerviosismo de Mario y un fuerte escalofrío en Teresa. Alberto, por su parte, carraspeó nervioso.

─¿Acaso cree que a mis casi noventa años puedo gozar de buena vista, inspector? Dé gracias de que pude ver el coche. Además─dijo a modo de queja dirigiéndose a Mario─, la iluminación de las farolas en mi calle es tan pobre que en cuanto cae el sol apenas se puede ver. Espero que tome las medidas oportunas cuanto antes. Ya pagamos bastantes impuestos como para que no se remedien este tipo de problemas.

Mario se revolvió incómodo en su silla, prometiendo que, en efecto, tomarían medidas lo antes posible para acabar con aquella problemática.

─¿Podría decirnos qué tipo de coche era?─volvió a intervenir John.

Jeremías se encogió de hombros. Apoyaba ahora el peso de su cuerpo sobre el bastón. No, no tenía ni idea de qué coche era. Estaba muy oscuro, insistió. No se podía ver nada. Solo la silueta del vehículo y el edificio de la estación, también mal iluminado, al fondo.

─Pero cuando salí de la estación allí no había ningún coche─ afirmó Teresa.

─Si lo que  me va a preguntar ahora es si vi cuándo se marchó el coche, lamento decirle, inspector, que no lo sé. Me quedé dormido y cuando desperté me encontré con el alboroto de la ambulancia y los coches de policía frente a mi casa. En efecto, tal y como dice Teresa, el coche había desaparecido.

Como aquel testigo podía aportar poca información, John tomó la decisión de despacharlo. Jeremías, que hubiera querido contribuir más en aquel caso, se levantó de su silla y se marchó hablando para sí. Poco después, fueron despedidos Alberto y Teresa. Una vez a solas, John intercambió una fugaz mirada con el alcalde, quien maldijo para sí tener que verse envuelto en una problemática de semejante calibre cuando acababa de tomar posesión de su cargo. Si se había metido en política no era para tener que hacer frente a sucesos tan desagradables, sino para vivir cómodamente durante unos años. Carlos, el joven ayudante de John, tocó a la puerta. El inspector le hizo pasar.

─¿Has conseguido lo que te pedí, muchacho?

Carlos asintió con la cabeza.

─Aquí tiene, inspector. Las imágenes de la cámara de seguridad de la estación. Con un poco de suerte, estas imágenes podrán ofrecernos más información y, quién sabe, tal vez podamos ver en ellas a nuestro misterioso asesino.

C. Gumedi

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