Capítulo II: John Mackenzie entra en acción

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El inspector jefe de policía John Mackenzie no había llegado a aquel remoto lugar del mundo por casualidad. Aunque nació en Yorkshire, muy pronto su madre, una joven inglesa que enviudó más pronto de lo que se hubiera esperado, tomó la acertada decisión de cambiar el cielo gris y las lloviznas continuas de aquella región del norte de Inglaterra por el clima algo más cálido del sur de España. Y fue así como John Mackenzie fue a parar con su madre a aquel pueblo donde, con toda probabilidad, jamás se había visto a ningún extranjero por los alrededores. Y, ahora, a punto de jubilarse y con más de treinta cinco años de servicio a sus espaldas, John Mackenzie había sido despertado en mitad de la noche. Al parecer, una mujer había sido asesinada en el andén dos de la estación de trenes. Su esposa, Olga, una mujer siempre alegre y risueña, había torcido el gesto cuando su marido, aún medio dormido, se levantó de la cama y comenzó a vestirse para presentarse en el lugar de los hechos.

Veinte minutos después, fue el propio John Mackenzie quien tendía una copa de coñac a una aturdida Teresa Aguilar. Se encontraban en el minúsculo despacho que Mario González, el recién electo alcalde del pueblo, tenía en el Ayuntamiento.

─¡Qué contratiempo más desagradable! Esto es algo inaudito. Pasarme esto a mí cuando aún no hace ni una semana que soy alcalde.

Mario, un hombre sesentón con poca o ninguna experiencia en el mundo de la política, se dejó caer pesadamente sobre su asiento mientras observaba consternado cómo Teresa apuraba hasta la última gota de coñac.

Con palpitaciones por los nervios y la tensión, Teresa le devolvió a John Mackenzie la copa vacía y el inspector pudo comprobar cómo le temblaba el pulso a la muchacha.

─¿Conocías a aquella mujer? –quiso saber el policía que, por segunda vez, volvía a formular la misma pregunta.

Pero, al igual que la primera vez, la negativa de Teresa despistó al hombre.

─Entonces, ¿cómo sabía la víctima su nombre?

─Y su dirección también ─matizó Mario que, para entonces, se había servido también una copa de coñac para aplacar los nervios.

Aún en estado de shock, poco después de que el cadáver de la mujer fuera retirado del andén número dos, Teresa Aguilar le había contado con todo el lujo de detalles que pudo cómo, al apearse del tren, se había encontrado con aquella señora mayor y cómo, segundos antes de fallecer a sus pies, esta había pronunciado su nombre y la dirección de la casa en que vivía con sus padres.

Algo más repuesta del shock inicial, Teresa afirmó con convicción que jamás había visto  a esa mujer. Ante la insistencia de John de que hiciera memoria, de que tal vez la hubiera visto antes en algún lugar, en el bufete de abogados en que trabajaba, por ejemplo, Teresa comenzó a perder la paciencia y respondió, en un tono que dejaba entrever su impaciencia, que nunca antes se había tropezado con la mujer.

─Puedo jurarlo si así fuera necesario ─atajó con vehemencia.

─Ya la ha oído, inspector. Ni mi hija ni yo hemos visto jamás a esa pobre mujer –intervino Alberto Aguilar, el padre de Teresa que, nada más conocer la noticia de que había habido un asesinato, se había presentado en el andén dos para apoyar a su hija en tan duros momentos.

John Mackenzie se dio por vencido y guardó silencio unos instantes. En el interior de la habitación hacía calor, tal y como pudo constatar al ver a Mario secarse con un pañuelo de tela unas gotas de sudor que le caían por la frente.

─Cristina Nieto. Así se llamaba la víctima –dijo en voz alta John que, en esos momentos, sostenía el DNI de la fallecida-. Es una suerte que llevara la documentación consigo. Natural de Bilbao y con residencia en la ciudad. ¿Qué diablos andaba haciendo en un pueblo tan desconocido? ¿Y por qué conocía su  nombre y su dirección? ─preguntó casi gritando dirigiéndose a Teresa. Aún no se daba por vencido y, en lo más hondo de su ser, aún albergaba la esperanza de que Teresa recordara que había conocido a la víctima en algún lugar y así arrojar algo de luz sobre los hechos.

Nuevamente se hizo el silencio en la salita, un silencio que, desafortunadamente, no tardó mucho en romperse pues, desde el otro lado de la puerta, se oyeron unas voces y, acto seguido, la puerta se abrió de par en par como si un terremoto la hubiera sacudido. Bajo el dintel, Jeremías, un anciano bien conocido en el pueblo agitaba con violencia su bastón. Los cuatro presentes en aquella sala volvieron extrañados su mirada al anciano quien, con lo que dijo, dejó boquiabiertos a los allí presentes.

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