Capítulo I: La mujer del andén 2

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El tren aminoró su velocidad cuando aún faltaban un par de kilómetros para llegar al pueblo. En su interior, Teresa Aguilar cerró el libro que estaba leyendo y vislumbró a través de la ventana la pequeña localidad en que vivía con sus padres y su tía. Miró su reloj de muñeca y comprobó que el tren se detendría en cincuenta segundos. Echó una mirada alrededor para comprobar que, como cada noche, el vagón en que viajaba iba completamente vacío, con la única excepción de aquel señor de traje de chaqueta descolorido y bigote que, en los últimos meses, se había convertido en su compañero de viaje. Al igual que ella, aquel hombre cuyo nombre desconocía hacía el mismo viaje de ida y vuelta de lunes a viernes. Teresa se puso en pie, recogió sus cosas y se colocó el abrigo. Aunque los días aún eran cálidos, las noches en aquella región comenzaban a ser frescas y algo de ropa de abrigo era un complemento más que necesario. Pasó por delante de aquel desconocido que, con toda probabilidad, se apearía en la siguiente estación, la última que aquel tren de cercanías realizaría aquella noche antes de interrumpir su servicio hasta el día siguiente. El caballero inclinó ligeramente la cabeza cuando Teresa Aguilar pasó por su lado. Esta se colocó frente a la puerta de salida. Las luces del pueblo eran cada vez más intensas y la velocidad del tren cada vez menor. Era una auténtica suerte que hubiera conseguido aquel trabajo, pensó Teresa mientras el tren se detenía en el andén 2 de la estación del pueblo; una estación que contaba con solo dos andenes y una taquilla cuyo horario de apertura se reducía solo a un par de horas por la mañana y otras tantas por las tardes.

Había comenzado a trabajar como secretaria en Grupo Alarcón, un bufete de abogados en la ciudad más próxima, hacía tres meses. El trabajo no era gran cosa pero las condiciones y el sueldo eran bastante buenos con la única excepción de aquel horario que la obligaba a viajar en el último tren del día, llegando a su casa pasadas las diez y media de la noche. Claro que tenía la opción de trasladarse a la ciudad y evitarse así la hora y media de cada trayecto y las innumerables paradas por todos los pueblos de la zona recogiendo y soltando a gente de muy diversa índole. Por lo menos, aquellos viajes en tren que ya habían comenzado a formar parte de su vida le servían de gran distracción pues le encantaba observar a la gente. Y por aquel tren, pensó Teresa esbozando una débil sonrisa, pasaban a diario las personalidades más curiosas. Sin embargo, había tomado la decisión, no sabía si acertada o no, de viajar todos los días y continuar viviendo en la casa de sus padres.

Finalmente, el tren se detuvo por completo. Teresa pulsó el botón de apertura de las puertas que, como era habitual, tardaron varios segundos en abrirse. Una vez en el andén número dos, Teresa sintió la fría brisa contra su rostro, lo que la llevó a subirse el cuello de la chaqueta. De repente, sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Más tarde, definiría aquella sensación como algo tan desagradable que hubiera podido helar la sangre al más valiente. El tren volvió a ponerse en marcha y se alejó sin hacer ningún ruido. El reloj de la estación marcaba las 10:25 de la noche. El andén estaba completamente desierto. Teresa había sido la única pasajera que se había apeado allí, como cada noche. Comenzó a caminar por el andén dos rumbo a la salida cuando una sombra aparecida de la nada se le cruzó por delante y la obligó a detener el paso, todo ello acompañado de un pequeño grito de terror por parte de Teresa. Pronto averiguó que aquella sombra pertenecía a una mujer de unos sesenta años, vestida con un abrigo negro que le llegaba por debajo de las rodillas y altas botas negras. Aún no se había repuesto del susto inicial cuando la mujer se desvaneció ante sus propias narices. Impresionada por la escena, Teresa miró en derredor, buscando con la mirada a alguien que la pudiera ayudar a socorrer a aquella mujer. Pero, a esas horas de la noche, la estación estaba completamente desierta. La mujer balbucía unas palabras que Teresa fue incapaz de descifrar. Se arrodilló junto a ella para descubrir con horror que un enorme charco de sangre rodeaba su cuerpo. Antes de morir, la anciana logró pronunciar sus últimas palabras con claridad, unas palabras que resonarían en la cabeza de Teresa durante el resto de su vida.

─Teresa Aguilar

Y una dirección:

─Paseo de la Palmera, número 17.

Dicho esto, la anciana falleció ante la mirada impertérrita de Teresa.

 

C. Gumedi

 

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